Page 58 - Revista Internos 88
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 El rincón de las letras
 muy arriesgado y que no tengo derecho a involucrarte pero eres la única persona en la que puedo confiar mi secreto. Un descubrimiento que necesito compartir y entender contigo.
—¿De qué se trata?
—De momento corramos a escondernos tras esos matojos, le conminó nervioso, Adán.
Al llegar a la alambrada reptaron por el frío suelo metálico hasta encontrar un pequeño boquete hora­ dado entre dos paneles de zinc.
—Adán, esto lo habrán abierto los criminales, estará todo plagado. Regresemos.
—Tranquilo, ayer no vi nada raro. Además debemos hacerlo antes de que lo demuelan.
—Vale, pero por qué no me explicas qué quieres ver conmigo.
Adán no le contestó, con un gesto severo le indicó que corriera. La carrera fue vertiginosa y dejó a los dos niños sin resuello. Estaban junto a una puerta vie­ ja y oxidada. La empujaron a un tiempo haciendo chi­ rriar unos goznes olvidados por el mundo. Entraron en un amplio zaguán repleto de extraños cachivaches que les condujo a una escalera de caracol. Los dos amigos la subieron en silencio. Al llegar al piso supe­ rior se encontraron con un suelo perforado como un queso que dejaba ver el hall. Tras sortear media doce­ na de socavones, se toparon de bruces con una estan­ tería que albergaba un solo habitante.
—Mira, ahí lo tienes.
—UN LIBRO, ¡ostras! UN LIBRO —¿Habías visto ya alguno?
—Sí. Mi padre tenía unos pocos en el trastero de casa. ¿Por qué crees que está ahora recluido en el To- rreón Negro? Vamos, cógelo tú, yo ya acaricié los de mi padre.
—¿Te gustó leerlos? ¿Qué sentiste? ¿Disfrutaste? ¿Aprendiste?...
—No, no los leí. Mi padre no me dejó. Sabes que si no eres experto en crear pantallas de distracción con logaritmos o fórmulas complicadas, el “OJO” te caza seguro.
—Y A tu padre ¿Por qué le cogieron?
—Por mi culpa. Estaba leyendo cuando entré en su cuarto, me tropecé con el escalón, y al distraerle no pudo retener la fórmula de cobertura y los de arriba lo detectaron.
—Tranquilo, no debes sentirte culpable. No debe­ rían encarcelar a nadie por leer.
—Ya, es fácil decirlo, pero no sé cuando podré volver a ver a mi padre
—En su honor, dijo Adán, y asió con trémulas ma­ nos el libro de cantos dorados, abriéndolo por una pá­ gina al azar. De pronto, se escucharon ruidos tras el tabique y asustado dejó caer el libro por uno de los enormes boquetes del suelo. Se oyó una voz:
—¡Quietos!, ¡No huyáis, volved! No somos malhe­ chores, sólo somos lectores.
—¿Qué? Contestaron a dúo.
—Entrad y os lo explicaremos. Vamos, no tengáis miedo.
El hombre que les hablaba, de luengas barbas blan­ cas, vestía ropajes extraños y portaba sobre la nariz unos diminutos espejuelos. Le siguieron con preven­ ción. Al doblar el estrecho pasillo una potente luz ilu­ minó la estancia. En ella, tumbados en el suelo se ha­ llaban una docena de hombres y mujeres de diversas edades. Todos portaban en sus manos un libro, extraí­ dos de unos inmensos anaqueles que llegaban hasta el techo, repletos de volúmenes de todos los tamaños y colores. Se miraron sin mediar palabra y eligieron un libro cada uno. Se acomodaron en el entarimado re­ vestido de alfombras persas y cojines, y comenzaron a leer con avidez.
Al fondo, junto al gran ventanal, un hombre desali­ ñado, de aspecto quebradizo revisaba con febril activi­ dad varios tomos a un tiempo. Longines, después de aclimatarse al chorro de luz, le observó con más aten­ ción, había algo en él Esa ropa enjironada, esa manera de mover el pie derecho mientras leía ¡Papá!, gritó a pleno pulmón, lanzándose sobre su espalda. Los dos cuerpos rodaron entrelazados en un abrazo atemporal. Mientras, Adán, con lágrimas en los ojos y el recuerdo de su abuelo Chencho, se dejaba atrapar por la maravi­ llosa historia de un niño que no quería crecer.
Relato finalista en el
XXIV CONCURSO DE RELATOS CORTOS JUAN MARTÍN SAURAS
       







































































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